Una espada bajo la cama

Moche, Trujillo, Perú. Agosto 2022

Parte I

Por la ventana con barrotes oxidados del departamento se podía ver un terreno desértico y baldío. Un muro pintado con el nombre de un candidato a alcalde, un salón de eventos, un cubo de basura y el naranja del cielo. Nada más. No había mucho que ver en Moche.

Era invierno en el pueblo, el atardecer se prolongaba por varias horas. Durante el día no había más que el sonido del viento rozar la arena y ver el sol suspendido en ese horizonte trujillano. El departamento al que llegué era el más barato que permitía el presupuesto y la distancia. 

Fivi desde el inicio se encontró con la intranquilidad de un espacio nuevo, en especial de este. Siempre me dijeron que a los gatos no les gusta el movimiento, pero ella se había acostumbrado a recorrer territorios y nuevos hogares. Lo importante era encontrar su espacio, en el living, en la pieza o en algún sitio que percibiera seguro.

Todo en él lugar tenía temática yanqui. Una bandera te recibía a la entrada. Había fotografías del dueño del lugar montando a caballo con una bandera peruana y otro posando de brazos abiertos con un traje blanco y sombrero en Machu Picchu que cubría la pared de lado a lado. El baño tenía imágenes de Nueva York pegadas con cinta adhesiva, la pieza tenía fotografías y frases de la época dorada de Hollywood y había un pasillo que daba a un patio de luz que colindaba con una casa en construcción por la que Fivi a veces intentaba escaparse. 

Como si no fuera suficientemente extraño, tenía una habitación de ejercicio que solo tenía unas pesas, un mat de yoga, un cartel amarillo con una serpiente enorme en el centro con las palabras “Dont tread on me” (con los evidente errores ortográficos), y una espada antigua colgada en la pared.

La puerta del patio y la del cuarto de ejercicio siempre las mantenía cerradas.

La puerta de entrada no tenía cerrojo, solo se podía asegurar desde fuera. Del lado interno donde se se debía cerrar con llave habían dos piezas de metal con un espacio para poner un candado pero con un desnivel tal que hacía que esto fuera imposible. Por la noche ponía allí un cuchillo de manteca, entre ambas piezas para intentar de alguna manera trancar la puerta y sentir alivio a la hora de dormir. Era el cuchillo en la puerta y confiar que la tranquilidad del pueblo fuera efectivamente absoluta. 

Por las tardes solía ver por la ventana, quizás con inquietud de que pasara algo, que alguien se asomara por el vidrio, que irrumpiera al departamento por la puerta sin cerrojo, pero solo era esa imagen estática e inerte del desierto y su luz de película slasher de los ochentas que se extendía por horas hasta la caída del sol.

No recuerdo el momento exacto en que coloqué la espada bajo mi lado de la cama. Posiblemente después de la primera semana, cuando el dueño; José Luis;  había llegado para limpiar él mismo el lugar, cosa extraña que solo hizo una vez, o por la intranquilidad que generaba el espacio que hacía que Fivi se mantuviera en constante estado de alerta, como yo.

No se si nos quedamos por ingenuidad o simplemente por falta de recursos, cuál de las dos prevalece con más fuerza.

¡Que lindo gato! – dice José Luis. – Yo tuve uno muy parecido, con sus rayas que parecen de tigre.

 ¡No sabía que tenés un gato! – le dije yo

-Ya no tengo, un día amaneció degollado. Creo que fue la vecina de al lado, que no se porque le caigo mal o quizás algo político. ¿Sabías que estoy ayudando en la campaña del alcalde del pueblo? Uno que no es corrupto.-

Afuera hacía frío de agosto, el viento golpeaba las ventanas con barrotes del departamento, había que salir del encierro. 

En Moche la vida es muy lenta. Los negocios atienden las necesidades del pueblo y el turismo local que llega desde Trujillo. En el centro del pueblo estaba la Plaza de Armas frente a la gobernación, una biblioteca y en el costado un mercado pequeño, donde siempre que podía compraba fresas, y frambuesas a buen precio. Al fondo había algunos espacios habilitados para ir a comer al mediodía. 

Ahí pasé varias de mis tardes caminando y buscando lugares para comer después de escribir y buscar proyectos para seguir el viaje. A la noche las calles aledañas al centro se ponían bastante oscuras, y junto al mercado se iluminaba la tarde con pequeños puestos de comida  donde algunas de las cocineras volvían a ofrecer comida, pero esta vez en mesitas plásticas directamente en la calle.

Eso me mantenía ahí. Le daba vida al pueblo y personas de las zonas cercanas llegaban a comer en esa calle durante la noche. Seco de chivo, salchipapas, locro de zapallo, pollo broaster, picarones, arroz con leche, mazamorra o chicha morada, si no se había acabado antes de mi llegada la cena estaba lista. Para las 23h ya todo estaba apagado nuevamente, y el pueblo volvía al silencio total. Todo se repetía a  la noche siguiente. 

Allí conocían a José Luis como el gringo por su forma de hablar y de comportarse, aunque su origen real era peruano. El nunca vio la espada faltante del cuarto de ejercicios, y de las pocas veces que llegaba, Fivi inmediatamente se escondía en algún rinconcito oscuro lejos de la interacción con él. 

José Luis era el sujeto que aparecía en las fotografías gigantes de la entrada del departamento y el dueño de las banderas estadounidenses que completaron la temática del espacio. Constantemente habló de su vida en Los Ángeles, California, de ahí su profundo y casi absurdo amor hacia ese país. 

Había nacido en Trujillo, pero de alguna manera que no ahondó, llegó a Estados Unidos donde logró vivir en una zona llena de casas de lujo y famosos hollywoodenses, viviendo de rentas por aplicaciones y haciendo otros trabajos en la ciudad.

Ahora alquilaba una de sus casas familiares en Moche, y ayudaba en las campañas para sus afanes políticos en la ciudad.

Esas semanas llegó un par de veces más para dejar botellas de agua y seguir hablando de su vida. Nunca supo que la puerta se cerraba con un cuchillo, ni que mi deseo de que se fuera rápido de sus visitas y de irme de ahí sobrepasaba mis necesidades económicas.

Formé parte de la brigada de emergencia del alcalde de la ciudad– dijo una vez.

En la pared del departamento había un reconocimiento enmarcado que tapaba un hueco, cerca de la fotografía más grande de él, la del caballo y la bandera, que daba fe sobre sus labores en la municipalidad de Los Ángeles.

En eso dice:

-¿Te conté del día que estuve encerrado en una morgue con un cadáver?-

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