La Paz, Bolivia.
t’anta wawa, tantawawa o guagua de pan: ofrenda de bizcochos pan de trigo tradicional de la culturas andinas de Perú y Bolivia de las comunidades Quechua y Aymara para la celebraciones hacia los difuntos en el día de Todos Santos entre el 1 y 2 de noviembre.
En estas fechas las almas vuelven al hogar.
Vicky nunca dejó que nadie la llamara abuela. Ella en vida no se sintió a gusto con el apodo o con la idea que la llamaran así, ni para sus hijxs o nietxs. Siempre fue solamente Vicky, o a lo mucho Virginia, así fue hasta el día de su muerte.
Fue una mujer de principios de siglo en la conservadora Costa Rica, con sus libertades ajenas a la época y al territorio, entre otras muchas cosas que la hacían un personaje de la capital, y una figura notable en la familia.
Para finales de octubre me encontraba en La Paz, Bolivia. Hacía varios días que se empezaba a observar preparativos para las celebraciones al día de Todos Santos, tanto en la ciudad de Puno como acá. Las calles estaban llenas con vendedorxs de dulces de colores, guaguas de pan de muchos tamaños y muchas comidas dispuestas para ofrendar a algún ser que ya se ha ido a otro plano.
La noche del 1 de noviembre serví la mesa con las comidas y bebidas favoritas de mis difuntos y otros que fueron invitados al altar; Vicky fue una de ellas, le gustaba la gaseosa naranja, ese fue su llamado de vuelta.
Alrededor de la mesa puse una fotografía de ella enseñando sus anillos, con las gafas de sol de mi madre y uno de sus atuendos favoritos: una camisa de botones de color terracota y un abrigo color beige grueso, como le gustaba verse en vida, elegante y ostentosa.
Su imagen estaba rodeada de hojas de coca, caramelos, comida hecha para cada difunto y una gaseosa. Días antes había encontrado las t’anta wawas para representarla a ella y a lxs otrxs en esa noche en las cercanías del Mercado Lanza y Plaza Mayor de San Francisco.
Los panes estaban formados a semejanza de una figura humana con una cara de cerámica horneada junto al pan, con prendas tradicionales de la región, otros con forma objetos con función espiritual y animales que también formaban parte de los altares. El ritual fue compartido por las personas que invitaban a participar en él, hacer un altar y un ritual en casa en país ajeno era una invocación necesaria para esas fechas, sentir cercanía en la distancia.
Esa era la noche de Todos Santos en La Paz, aunque santa Vicky no era, nunca lo fue. Una gaseosa de naranja, para recordar ese gusto que se daba en vida, entre otros muchos quizás, si no baja a la tierra por mi que lo haga por uno de los vicios que amó en vida. Su guagua trataba de representar quién fue, era el medio para que pudiera celebrar su existencia, traerla de visita a otro territorio para de alguna manera volvernos a encontrar.
A la noche estaba junto al altar, armado con todos los elementos para rendir los homenajes necesarios, las comidas dispuestas para el banquete de las almas que vuelven a la tierra, un pequeño hogar fuera del hogar, y una llamada con mis amistades a más de 3000 kilómetros de distancia que querían recordar conmigo a sus difuntos y los míos.
Mi mesa con la foto de Vicky y la de otros fieles difuntos invocados, una t’anta wawa para recibir su alma que vuelve a este plano, una escalera de pan para que puedan bajar y un caballo de masa para cabalgar de vuelta al lugar donde ahora pertenecen. Todo dispuesto para la llegada.
Durante esa llamada hubo lágrimas recordando la existencia de cada persona, anécdotas para celebrar la vida de cada ser querido, recordar también que estamos transitando la vida.
A la media noche una neblina densa empezó deslizarse desde la ciudad de El Alto, bajando por la forma de caldera de La Paz, como un velo por las laderas cubiertas de casas y edificios de la ciudad. Neblina solamente atravesada por las luces de los autos y las casas que empezaban a hacerse borrosas, como quien presencia la bajada de los espíritus del altiplano, como cada ánima buscando su imagen en los altares dispuestos en las casas y recintos.
Por una noche Vicky y otros difuntos estuvieron ahí, en ese altar improvisado formado de rejuntes de palabras y tradiciones de personas que ayudaron a darle forma, respondiendo el llamado en un territorio ajeno a su natal Centroamérica, pero no, a ella no le hubiera molestado estar lejos de casa, como a mi, tampoco.
A la mañana siguiente la neblina se había ido, como si nunca hubiese llegado, y hacía mucho sol. Todo seguía ahí sobre la mesa, inmovil y estático, como las fotografías y las hojas de coca.
El ritual ya casi había terminado, había que retirar todo, volcar la mesa, despedir a lxs visitantes y desmontar el altar.